miércoles, 22 de febrero de 2012

Lo que suena y lo que se oye: Ideas para una arqueología de la escucha

Francisco Rivas

Departamento de Investigación y Experimentación Sonora
Fonoteca Nacional de México



Decir que las transformaciones que sufrió la música durante el siglo XX modificaron el paradigma de nuestra escucha no es quizá ya tan interesante como atestiguar que tales cambios hicieron patente, ante todo, que la escucha se articula a través de paradigmas.

Las nuevas aproximaciones al sonido musical, el descubrimiento de la tensión esencial entre ruido y sonido, el destronamiento de la armonía y la reivindicación del timbre, la experimentación con diferentes intervalos sonoros; la asimilación de rítmicas extraídas de otras culturas musicales, la incorporación al lenguaje musical de sonidos no temperados, de alturas no regulares, la comprensión del sonido musical como un sonido concreto, como un producto en sí mismo independiente de su pertenencia a un solfeo, las técnicas extendidas y los instrumentos eléctricos y electrónicos, en fin, la deconstrucción de la sintaxis musical tradicional en busca de novedosas unidades linguísticas sonoras, forman el legado que el siglo XX aportó para transformar de manera entera, no sólo el concepto de lo que la música es, sino la comprensión de la experiencia musical misma.

Más que narrar el índice de estas aportaciones y descubrimientos, la mayoría de las cuales han sido suficientemente documentadas, me interesa comentar un hecho que subyace a toda esta revolución en el arte de los sonidos, y que tiene que ver con lo que podemos llamar una arqueología de la escucha.

Uno de los pilares de esta arqueología sería la idea de que el sonido que se produce en el arte es una consecuencia de la manera en que una comunidad escucha, y, recíprocamente, la manera en que una comunidad escucha, se transforma en obediencia al sonido que la comunidad produce.

Hay una evidente relación dialéctica entre sonido y escucha que podríamos colocar sobre un tejido histórico para intentar comprender la manera en que nuestra escucha es un dispositivo transformable, y las maneras en que esa transformación es también producto de los discursos sonoros producidos.

Para ello tendríamos que establecer primero la diferencia que existe entre lo que se escucha y el sonido que se escucha, que no es lo mismo.

Vale recordar que la semántica que distingue lo que suena de lo que se escucha no es muy clara en nuestra lengua. La propia palabra “sonido” –como ha señalado Michel Chion- no establece con claridad si se refiere a aquello que sonó o a aquello que se escuchó, que es distinto.

Hay una materia sonora que se produce y es suceptible de ser escuchada y hay una escucha que reacciona a esta materia y le dota de existencia en el oído de alguien. Por eso no necesariamente lo que suena es equivalente a lo que se escucha.
Digamos que hay modelos, estructuras, dispositivos de escucha que son transversales a los individuos pero afectan su modo de escuchar, de tal manera que ante un mismo fenómeno sonoro, dos individuos pueden llegar a construir, en la escucha, objetos sonoros distintos.

Esto es porque, a diferencia de lo que se podría creer, escuchar no es una operación pura de la percepción, no es el mecanismo de transparencia que comunica directamente lo que suena con lo escuchado. Antes bien, la escucha es una operación codificada, que actúa con presupuestos y que está atravesada por los dispositivos culturales locales en boga y que han moldeado la manera de escuchar de un individuo.

Esto vale quizá para la codificación que hacemos de cualquier clase de sonido pero particularmente es reconocible ante los dispositivos sonoros o composiciones de sonidos que conocemos como músicas.

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Intentar una historia de la escucha sería quijotesco, si no fuera por que contamos con cierto registro de esa historia, que es la codificación consensuada de ese sonido en sociedad, primordialmente en la música. Según la manera en que cada sociedad codifica las formas de producir el sonido, podríamos vislumbrar los códigos y dispositivos con los que esa sociedad ha estado escuchando.

Así, del mismo modo que la arquitectura plasma, fija y despliega la percepción viva del espacio social, la música sería como la escultura congelada que revela los diversos dispositivos de escucha imperantes. Una pieza de música sería ya el vestigio, el testimonio, la ruina arqueológica de una cultura de escucha que la crea y la dota de vida en el seno de una comunidad.

En ese sentido, la historia de la música sería la historia de las formas del escuchar, en diferentes épocas y distintas latitudes. Y los diferentes géneros musicales serían el testimonio del desarrollo –subsecuente o paralelo- de las diferentes culturas auditivas.

Es importante notar que, no sólo los géneros musicales son la expresión de una cultura de escucha sino que la propia existencia de los géneros musicales como tales es el motor que transforma dicha cultura. Nuestra cultura de escucha es resultado de una relación dialéctica entre lo que suena, lo que escuchamos, y lo que vamos queriendo escuchar, lo cual lleva a la necesidad de producir ciertos sonidos y no otros.

Ahora bien, decir una cultura de escucha es mentar cierta abstracción, cierta suma de valores asumidos, ciertas formas de catalogación, de reconocimiento y desconocimiento, de gusto y rechazo de los sonidos. Pero frente a esa abstracción se encuentra siempre el sonido concreto, el sonido producido que no siempre -y eso es muy importante- obedece a esa arquitectura previa, sino que también se puede colocar en franca oposición a ella y ser creado justo para destruir, elongar o simplemente transformar la cultura auditiva de la que ha nacido.

El sonido producido sería el resultado de un diálogo, de un entendimiento o de una lucha abierta entre el artista y la cultura de escucha que lo rodea. Por una parte es la materialización de esa cultura y por otra es la manera en que un artista se independiza o intenta liberarse de ella –lo consiga o no-.

Por ello es común que al compositor de todas las épocas se le haga en cierto momento la pregunta: ¿pero es esto música?

El hecho de que la música parezca en ocasiones operar a contracorriente de la cultura de escucha preponderante la muestra como el motor que precisamente pone en movimiento dicha cultura, gracias a esta relación dialéctica entre el sonido producido y el sonido escuchado.

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Pero ya que el sonido producido es el síntoma, el texto en el cual leemos - auditamos- la cultura de escucha que lo crea, valdría la pena detenerse un momento en ésta su arquitectura propia, intentando quizá responder a la pregunta: ¿cómo se produce un sonido?

No se trata de una pregunta técnica, sobre la manufactura física del sonido, sino sobre la manufactura intelectual, sensible, aquella que revela, en toda creación sonora, propiamente el horizonte cultural que le da cabida y existencia.

¿Qué pasa cuando un compositor, en la soledad de su estudio, se dispone a componer? ¿qué pasa cuando decide que un sonido deberá tener tal forma y no otra? ¿A qué criterios obedece? ¿cuáles son las pautas de discriminación/aceptación de esos sonidos que compone? ¿cuáles son los parametros que le dictan cuál articulación de sonidos es más correcta, más funcional, más bella que otra?

Sería iluso suponer que esta operación inevitable se lleva a cabo por decisiones intelectuales o puramente conscientes por parte del autor –aunque en muchos casos suceda-.
La mayoría de los compositores nos diría que en este punto lo más valioso es dejarse llevar por la “intuición”, la “inspiración”, o simplemente, por la eufonía, es decir, por “el oído”.

Pero ¿qué acaso no, en esta intuición, en esta inspiración, en este oído no se encuentra incrustada una cierta forma de escuchar que, insconcientemente, dicta, norma y dirige las operaciones de composición y producción del sonido?

El espacio no me permite desarrollar todo el argumento, pero basta con enunciar lo siguiente: cada creador o ejecutor que produce un sonido lo hace obedeciendo a una estructura cultural de escucha previa, aún cuando lo que intente, sea transformarla.

Cuando un compositor articula un sonido se pone en operación un fenómeno que podemos denominar pre-escucha o, más husserlianamente, protensión auditiva imaginaria o trascendente. El sonido producido es guiado por una pre-escucha que dirige la composición hacia una condición que tiene por objeto satisfacer a la escucha, propiamente dicha.

Esa pre-escucha, y cualquier compositor lo sabe, dicta el sonido que hay que conseguir. Incluso cuando se parte de un conjunto de sonidos ya existentes, como lo que implica el uso de cualquier instrumento musical, este instrumento es ya la materialización de un longevo dispositivo simbólico y cultural de escucha/sonido.

La pre-escucha de un compositor se articula con base en la cultura musical imperante, con los códigos de creación estilística, la educación musical que ha recibido, los modos de escritura, las tecnologías de composición, el repertorio musical, la dotación de instrumentos, las modalides de grabación y reproducción, la interpretación y un nutrido etcétera.

Y los mismos dispositivos operan ante la escucha de cualquier música: oír música en la mayoría de los casos es un acto de repetición, completamente social, atenido a la costumbre y moldeado por toda una serie de criterios previos –seamos conscientes de ellos o no.

No puedo dejar de encontrar inquietante esta circunstancia de que, cuando oímos, estamos oyendo algo que ya estamos escuchando antes. Y que, cuando creamos, lo hacemos ante la expectativa de un sonido “nuevo” que en cierta forma ya estamos escuchando o, incluso, contra el paisaje de todos los sonidos escuchados, pretendiendo hacer emerger, como el alquimista del plomo transmutado, un sonido verdaderamente inaudito….

Esta pre-escucha de la que apenas he hablado, es justamente el dispositivo que una arqueología de la escucha tendría que desenterrar y hacer evidente, aunque sea sólo mediante la exposición de su ruina: el hecho museístico y congelado de un proceso vivo y mutante como lo es la compleja y enigmática experiencia musical…•